Tres, dos, uno…empezamos.
sábado, 10 de noviembre de 2007
De agradecimientos y compromisos.
De informaciones y cambios varios.
Va por vosotros.
Yo, tortuga. ¿Quién no quiere caminar despacio?
Todos sabemos lo que es vivir inmersos en la premura que envuelve nuestro día a día, y también lo difícil que nos resulta parar. Sin embargo, no podemos evitar sentirnos irremediablemente atraidos por todo aquello que nos detiene, que nos hace escuchar, que nos tranquiliza. Somos así de absurdos. Tal vez sea por eso, por lo que a nadie le caen mal las tortugas. Ellas tienen el secreto. Son las soberanas en el reino de la no velocidad.
Una tortuga es capaz de mantener una velocidad media de 0,072 Km/h. La vida de un hombre transcurre tan aceleradamente que raras veces tiene tiempo para detenerse a pensar en ello. Se dice de las tortugas que no tienen conciencia porque carecen de corteza cerebral. Del hombre a veces se dice lo mismo aún cuando este posee el cerebro más evolucionado de todas las especies conocidas. Cuando una tortuga advierte un peligro se detiene y se recoge en su caparazón hasta que todo haya cesado. El hombre, mantiene sobre sí mismo un caparazón invisible tras el que se oculta exista peligro o no. Es todo muy curioso.
Aquel día, debía ser viernes o sábado, solo pretendía crear una canción que me hiciera reir, porque estaba algo necesitado de buenas sensaciones. Recuerdo que todo salió a partir de un loop de batería que unos días antes me había descargado de internet desde uno de los ordenadores de la facultad. Me llamó la atención porque me recordaba a los ritmos “twist” de los años 60, y sin saber por qué me vino a la cabeza esa frasecilla: “he perdido sin quererlo los papeles que me diste antes de ayer”. Era el principio.
Unas horas y algunos renglones más tarde tuve que dejarlo. Nada me hacía ver que de aquello saliera algo interesante. Abandoné. Pocos días después, mientras asístía como oyente a una de las consultas de voz del doctor Gorospe, ocurrió. “Improvisemos un guión definitivo”. Saqué como pude un cuadernillo que llevaba en el bolsillo de la bata donde anotaba los siempre interesantes comentarios del doctor, y lo escribí apresuradamente. Sabía que era bueno. Cuando salí de la consulta, lo registré en la grabadora para que no se me olvidara. En el recorrido entre el hospital y mi casa ya tenía varias líneas más y empezaba a emocionarme. No lo pude evitar. Todo estaba naciendo. Me estaba empezando a convertir en tortuga.